La construcción de imágenes divinas tuvo un punto de partida importante en los seres que rodearon al hombre en el principio de los tiempos. De todos ellos, los animales, con atributos imposibles de rivalizar, ofrecieron la posibilidad de construir las formas que soñaron nuestros antepasados. Nadie podía volar como el cóndor, desplazarse y atacar con la elegancia de un puma o aparecer súbitamente como la serpiente. Son éstos y otros miembros de la fauna andina los que encendieron la imaginación del misterioso redactor del Manuscrito de Huarochirí. Este documento, "pequeña biblia regional" como lo llamó Arguedas, sigue siendo el único texto sagrado, conservado en quechua, que relata la saga de los dioses, animales y los hombres antes de la llegada de los europeos. Que así sea, no debe sorprendernos, otros libros sacros como Gilgamesch, el Génesis o el Popol Vuh, glorificaron también a la fauna que poblaba los paisajes conocidos. De la misma forma, la construcción de la divinidad sumaba atributos observados en la naturaleza, para encontrar en su totalidad la imagen del dios que se buscaba. Este libro recoge el panteón andino que acompañó las aventuras de la humanidad en el amanecer de la vida, que transcurrió entre la montaña de Pariacaca y las aguas que bordean el santuario de Pachacamac.